Tipsa se vuelca en desplegarse por Europa y dar más valor añadido


Tipsa, casi 16 años después de su fundación, tiene un espacio que ha conquistado a base de pico y pala. Especializada en servicios de transporte urgente de paquetería y documentación y líder en los exprés de valor añadido, es la empresa española del ramo que más crece. Ha conseguido desarrollar, sin prisa pero sin pausa, una red capilar de 1.500 rutas –120 rápidas y propias–, gracias a las 270 agencias que tiene en España, Portugal y Andorra, las 12 plataformas de intercambio con que cuenta y, sobre todo, a sus más de 2.500 profesionales, un 10% de los cuales está dedicado exclusivamente a la atención directa y personal del cliente.

Esta compañía se ha ido construyendo artesanalmente, primero, y muy tecnológicamente, después, cuando empezó a disponer de recursos, pero siempre con mucha cabeza y una filosofía clara, lo que su fundadora, Marisa Camacho, llama «Fórmula Tipsa». Cuando se inició el proyecto, que fraguó en Tipsa en 2001, esta industria era una verdadera jungla. La actividad no estaba regulada. Los mensajeros se movían por las ciudades, las grandes, frecuentemente congestionadas, esquivando coches, peatones y todo lo que se les ponía por delante. Se jugaban la vida sin ningún tipo de cobertura. Es más, Camacho retrasó ocho meses su proyecto por este motivo. No se puso manos a la obra hasta que no se aprobó el convenio colectivo y el sector empezó a estar regulado.

Pero ¿cómo brotó en el interior de esta madrileña la inquietud de montar su propia empresa, una mensajería, en un entorno que era de hombres? Su relato no tiene desperdicio. Lo cuenta con pasión, como si estuviera reviviendo esos momentos. Parece que está viendo en la mente la película de su propia vida empresarial. «Es imposible que mis hijos y nietos contemplen esta empresa de un modo tan apasionado como yo por mucho que se les cuente la experiencia con vehemencia. Eso le ocurre a prácticamente a todas las empresas familiares. El sentimiento del que pone la primera piedra es muy distinto del de las generaciones posteriores».

«Tenía –cuenta– una inmobiliaria con una socia en los años 80. Se me daba estupendamente bien vender, que es lo que más me gusta. La oficina se encontraba en la calle Infantas y una parte de ella la compartíamos con una pequeña mensajería formada por cinco o seis chicos. Un día, Alberto, uno de ellos, me dijo que iban a disolver la cooperativa y que «os dejamos aquí todo nuestro material». Un día empecé a mirar un par de archivadores que contenían las fichas de los clientes y sus cuentas. Al cabo de un rato me dije a mí misma: «Aquí hay negocio».

Sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, consiguió enterarse de que existía una asociación de empresas de mensajería –entonces Google ni existía ni se le esperaba– y se fue a su sede, en la avenida de Brasil: «Me recibió una joven que se llama Araceli, quien me dijo: «Mira, Marisa, estamos precisamente empezando a elaborar el convenio de Mensajería». Eso suponía que era una industria sin reglamentar y que los motoristas funcionaban sin seguro alguno. Le dejé mi teléfono y le pedía que me avisara cuando se aprobara porque deseaba montar una mensajería, pero que en esa coyuntura no lo iba a hacer. Era muy arriesgado».

Todavía no existía y empezaron a aparecer los primeros obstáculos. «Cuando regresé a la oficina, le dije a mi colega: “Vamos a montar una mensajería”. Su contestación fue: “¡¿Tú estas loca?!”. Cuando volví a casa le dije al que entonces era mi marido: “Voy a montar una mensajería”. Es un hombre muy tradicional y su respuesta fue la que, más o menos, me esperaba. “Si es un negocio de porretas…”. Mi réplica no dejaba lugar a dudas: “Voy a montarla porque tengo claro que es negocio”. Y eso que aún no se vislumbraba el comercio electrónico».

Sin «partner»

Ocho meses después, con un marco normativo en la mano, «montamos Center Express, pero no había pasado ni siquiera un año cuando me quedé sin “partner”. No le gustaba, por lo que acordamos que ella siguiera con la inmobiliaria y yo con la nueva empresa. Me cambié de oficina y cree Alas Courier con un mensajero que era no era muy formal. Consumía marihuana y muchas tardes no aparecía, por lo que me tenía que encargar yo personalmente, tras recoger a las niñas en la guardería, de ir a por los sobres al único cliente que teníamos y, más tarde, me iba a “mensajear” con mis hijas y un taxi que iba por delante para indicarme los recorridos. Cuando se enteraba mi marido de lo que habíamos hecho, se llevaba las manos a la cabeza. Esto lo llegué a hacer 10 ó 12 veces, hasta que contraté a otra persona».

«El camino de Alas –prosigue– no fue nada sencillo. Era un mundo muy masculino en el que abrirse camino resultaba complejísimo porque apenas estaba profesionalizado. Actualmente es diferente y hay muchas mujeres. Siempre me preguntaban si el negocio era de mi marido».

La empresa crecía. La cartera de clientes y el portfolio de servicios engordaban. Pero ella no cejaba en su empeño de extender sus tentáculos. Quería montar una red nacional. «Hasta ese momento –apunta– tenía externalizados con otra empresa los envíos nacionales, pero tras un cambio en su organización, decidí montar una red por toda España. ¡Como no tenía poco, decidí liarme más! Me asocié con empresarios que ya estaban, de una u otra manera, dentro del sector, y así nació Tipsa en 2001». Actualmente, Marisa Camacho es la principal accionista –tiene el 46% del capital; Boyacá, el 42%, y el resto, uno de Zaragoza–, además de la consejera delegada y de gestionar el día a día. Remata con una frase que, al pronunciarla, se corta la tensión: «He pasado tanto miedo cuando no tenía dinero para pagar a mis empleados. Me llegaba a ir al Banco Pastor que había en Francisco Silvela para que me descontaran las letras y no me marchaba hasta que no me lo hacían. Naturalmente yo no cobraba los primeros años».

Source: The PPP Economy

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