Trump hace realidad lo que parecía una broma


Donald Trump genera tal cantidad de titulares por minuto que a menudo cuesta no ya tomarle en serio sino ni tan siquiera seguirle hasta el final de sus tuis. Pero no bromeaba cuando convocó a la prensa hace una semana y prometió multiplicar los aranceles al acero y el aluminio. Apenas necesitó 24 horas para firmar el decreto, mientras sus colaboradores trabajaban para que la medida cumpliera con todos los preceptos legales. Los principales barones del partido republicano contemplaban impotentes un gesto que amenaza con provocar tempestades. «Las decisiones que hoy estamos tomando no son optativas», dijo el presidente. Añadió que «la industria estadounidense del aluminio y el acero ha sido devastada por prácticas agresivas de comercio exterior. Se trata de un asalto contra nuestro país. Los trabajadores estadounidenses han sido traicionados durante mucho tiempo, pero la traición ha terminado». Sí, desde luego, prometía magnanimidad y sutileza, «flexibilidad y voluntad de cooperación», pero sus palabras fueron veneno en vaso largo para los principales exportadores de acero a EE UU, como Canadá, la UE, Corea del Sur o Brasil. El 11 de marzo redoblaba la apuesta al anunciar posibles tarifas contra los automóviles extranjeros.

Su decisión provocó la dimisión fulminante de Gary D. Cohn, el banquero de inversiones que lo asesoraba en materia económica. También circuló una carta, rubricada por un centenar de personalidades de su partido, en la que le pedían que reconsiderase. Desde las agencias de riesgo, avisaban de posibles catástrofes en forma de repuntes del desempleo y fulminantes respuestas de los países castigados.

Pero no había lugar para la sorpresa. Recuerden, por ejemplo, aquella noticia del 22 de diciembre de 2016. Había rebotado por los principales medios de comunicación sin demasiados aspavientos. Básicamente decía que Donald Trump estaba estudiando la posibilidad de imponer una tarifa del 10% a las importaciones. Por supuesto, nadie hizo caso. Nadie creyó que aquello fuera más que puro humo. Gloriosa pirotecnia. Viento. Sí, Trump siempre había defendido el proteccionismo. Lo hizo en sus mítines, en las entrevistas y en los debates. De alguna forma incluso parecía encantado de augurar una cascada de guerras comerciales. Fomentaban su aura de macho. Gary Cooper. Pistolero en el corral de los hipócritas. Patton revivido frente a la ambigüedad y el coqueteo con Wall Street de Hillary Clinton. Se trata de un mensaje violento y desacomplejado. Repetido una y otra y otra vez más.

Contraviniendo treinta años de absoluta complacencia con el libre comercio por parte de republicanos y demócratas, coincidía en el argumentario con Bernie Sanders a la hora de repartir dianas. Así, la globalización, a la que responsabilizaba de los males de la clase trabajadora. O las élites económicas, de las que por supuesto se descontaba (gusta de autodefinirse como «millonario de clase trabajadora») y a la que denunció por deslocalizar el trabajo y las fábricas al tiempo que sortea impuestos y escapa con su dinero rumbo a confortables paraísos fiscales. Y por supuesto a los políticos en Washington, empezando por los dos Bush y siguiendo por Clinton y Obama, que habrían actuado conforme al evangelio del mercado global y, ay, al capricho de una clase pirata y antipatriota.

Cierto que la buena nueva de Trump choca contra la doctrina oficial. Pero no está tan lejos de lo que abanderaron los republicanos durante décadas. Lo explicaba el pasado 8 de marzo Ed Kilgore en la revista New York. Para hacerlo se valía de una cita de Pat Buchanan, antecedente obvio de ciertos mantras trumptianos: «de Lincoln a William McKinley a Theodore Roosevelt, y de Warren Harding a Calvin Coolidge, el Partido Republicano creó la máquina de fabricación más impresionante que el mundo haya visto jamás. Y, como el partido de aranceles altos durante siete décadas, su recompensa fue convertirse en el Partido de los Estados Unidos».

De poco vale esgrimir que los aranceles podrían perjudicar a muchas de las industrias nacionales, necesitadas de unos bienes que podrían encarecerse en caso de guerra comercial. Su mensaje es reactivo a las argumentaciones convencionales. Ofrece el tipo de consuelo, entre romántico y mullido, utópico y feroz, que anhelan en los arrabales de las grandes ciudades, en las viejas poblaciones machacadas por la desindustrialización, en las inmediaciones de los altos hornos, los astilleros y las minas abandonadas mientras azota la crisis de los opioides y aumenta la mortandad entre los varones de clase trabajadora y raza blanca. Una América que, desde los días de Ronald Reagan, no había vuelto a encontrar un mago que sublimara sus nostalgias hasta hacerle creer que el paraíso, aquel pasado ubérrimo del technicolor y los Cadillacs rosas, aquel edén de los discursos de Eisenhower y los discos de Sinatra en Capitol, vuelve a estar a punto de materializarse.

Un sector a la expectativa

El sector automovilístico español está temblando. Donald Trump ha amenazado con imponer un arancel del 25% a los vehículos fabricados en Europa y exportados a Estados Unidos. El país norteamericano recibió en 2017 36.764 coches españoles. Aunque sólo representan el 1,5% del total de ventas de vehículos al extranjero, el valor de las mismo es de alrededor a los 600 millones de euros, cifra que se vería gravada por el mencionado arancel del 25%. De momento, afirman, «el arancel a los turismos españoles exportados hacia EEUU es de un 2,5%», afirman desde la Asociación Española de Fabricantes de Automóviles y Camiones (Anfac). La industria del automóvil representa el 10% del Producto Interior Bruto de España, es la octava más productora en todo el mundo y, además, el 19% del conjunto de las exportaciones del país. Por ello, informan de que «el incremento de las políticas proteccionistas por parte del gobierno de EEUU, o de cualquier otro país, no sería una buena noticia para nuestro sector», concluyen desde Anfac.

Source: The PPP Economy

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