Las D.O., un modelo español de ‘coo-petencia’


El exministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, recuerda perfectamente el momento en que se decidió flexibilizar la normativa para crear una Denominación de Origen (D.O.) en el mundo del vino. Se estaba elaborando la Ley de la Viña y el Vino, en 2003, cuando se reunió con el productor Carlos Falcó, Marqués de Griñón, fallecido en 2020: «Él argumentó que había magníficos productores que se veían constreñidos por algunas D.O. que a veces eran demasiado endogámicas». La nueva ley permitió la creación de denominaciones pequeñas, muy especializadas y orientadas a mercados de calidad, y la incorporación de conceptos como el vino de pago o ‘terroir’ o el vino de autor.

Este régimen flexible hace aún más incomprensible la intención del PNV de escindir la Rioja Alavesa de la Denominación de Origen Calificada (D.O.C.) Rioja, iniciativa que ha puesto sobre la mesa el papel de estas instituciones. Una denominación de origen (D.O.) es un sello de calidad que identifica un producto cuya calidad o características se deben a un medio geográfico particular. Existen en España desde la promulgación del Estatuto del Vino de 1932, pero cogieron fuerza a partir del ingreso en la UE, en 1986. Una de las primeras medidas que España tuvo que adoptar fue el de dejar de etiquetar el vino espumante como champagne porque este término es una D.O. de la región francesa de Champagne. Así que el mismo año de nuestro ingreso en la UE se creó la denominación cava.

Aunque inciden otros factores, las D.O. son una forma de propiedad intelectual. Esto remite su existencia al debate sobre el impacto de las patentes. Acabamos de vivirlo con el desarrollo de la vacuna contra el Covid y la posibilidad de licenciar su fabricación: hay quienes sostienen que sin patentes la innovación sería imposible, mientras que hay otros que consideran que son un estorbo para ésta.

La experiencia española con las D.O. en el campo del vino a partir de 2003 es muy exitosa. Estas no sólo han evitado la deslocalización de la cadena de valor, ligándola a una geografía concreta, sino que han aumentado la innovación y la calidad, en un ejemplo de cómo se puede combinar cooperación y competencia (coo-petencia) de manera virtuosa. «Creo que una de las razones por las que las D.O. son distintas a las patentes es que estas tienen un beneficiario individual, mientras que la D.O. protege a una región entera», argumenta el profesor José Luis Sánchez Hernández, del departamento de Geografía de la Universidad de Salamanca.

Sánchez es pionero en aplicar al análisis del vino español el esquema de los ‘mundos de producción’, una teoría propuesta en 1992 por Robert Salais y Michael Storper. Esta plantea la existencia de diferentes familias de productos en función de dos dimensiones: la tecnología y el mercado.

La tecnología discrimina entre producción especializada y estandarizada, en función del grado de generalización del conocimiento para producir algo y de si hay economías de escala. Las tecnologías especializadas tienen que ver con una producción llevada a cabo por un grupo reducido de expertos, mientras que las estandarizadas con procedimientos automatizados.

El tipo de mercado diferencia entre genérico y dedicado, correspondiendo el primero con mercados formados por muchos compradores anónimos, y el segundo con mercados personalizados, con un reducido número de consumidores. Este esquema da origen a cuatro intersecciones o ‘mundos’: el interpersonal (especializado-dedicado), el del mercado (estandarizado-dedicado), el de la innovación (especializado-genérico) y el industrial (estandarizado-genérico).

En 2017, Samuel Esteban, profesor de la Universidad de Zaragoza y discípulo de Sánchez, publicó ‘Cambios en las denominaciones de origen protegidas del sector del vino en España: movimientos entre mundos de producción’. Los resultados del estudio retratan la notable evolución del sector. Si en la campaña 1985-86 había 29 D.O. activas, en el curso 2012-12 ascendían a 90. Si entre 1986 y 2001 se crearon 1,8 D.O. por año, entre 2000 y 2013 fueron 2,8.

Esteban clasificó a los productores en los cuatro ‘mundos’ y descubrió hechos muy relevantes. Mientras en la temporada 2001-02, los productores encuadrados en el ‘mundo industrial’, que buscaban mercados indiferenciados donde se compite por precio y sus resultados dependían del volumen comercializado, representaban el 48,89% de las D.O. españolas, esta cantidad bajó al 25,76% en el curso 2012-13. En cambio, las D.O. del llamado ‘mundo interpersonal’, que buscan clientes de nicho y usan tecnologías altamente especializadas, eran apenas el 17,78% al empezar el siglo y pasaron a representar el 43,94% en 2012-13.

El acierto de la regulación de 2003 a la hora de dinamizar el sector del vino es destacado tanto por Esteban como por Sánchez. No todas las D.O. son igual de prósperas ni tienen la misma visión, pero el marco español ha contribuido a la competitividad de una manera que resulta difícil de entender en otras latitudes. Por ejemplo, el mundo anglosajón sigue siendo muy renuente a abandonar el concepto de producción estandarizada y admitir el valor de la singularidad, aunque la necesidad de trazabilidad esté revolucionando todo esto.

Los ‘mundos de producción’ surgen a partir de los cruces entre los tipos de mercado (genérico y dedicado) y las tecnologías (especializadas y estandarizadas). Esto genera cuatro tipos de productos que tienen distintas maneras de competir. Por ejemplo, en el ‘mundo interpersonal’ el elemento decisivo es la calidad y no el precio, mientras que en el ‘mundo de la innovación’ el factor crítico es la calidad y el precio, pero primero la calidad. Lo contrario que en el ‘mundo del mercado’.

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